Se trataba de una noche, una noche que apenas comenzaba a ser noche, un resplandor rojo hacía que cerrara los ojos, una noche naciente que hacía estremecer a los perros y lobos recién reconciliados de la disputa de la pata de cordero.
Era el rey de ese lugar, la nieve caía y teñía de su resplandeciente oscuridad el valle ardiente, te sube la presión de la sangre, los poros se humedecen, la sangre corre por el cuerpo como recién hervida. Los oasis escasos pero benditos, en los cuales las horas pasaban y cada día lo vivíamos como si fuese el ultimo de nuestras vidas.
Pedro corrió hacia las olas de la isla en medio del desierto, resultó ser solo un espejismo.
Decepcionados seguimos por el desierto, los tres, de veinte, solo tres y desfalleciendo, la idea de caminar me había parecido buena en un momento pero las fuerzas parecían estarse extinguiendo a causa de las tormentas de arena.
Yo viví toda mi vida en la selva y simplemente Pedro era un orgulloso habitante de grandes monumentos a la soberbia humana. Templos de lo artificial donde el ser humano cambia su horario natural y todo con lo que nació a punta de preservativos, colorantes, silicona, cafeína, nicotina, heroína, pastillas para dormir, pastillas para recordar, pastillas para olvidar, pastillas para tirar, pastillas para sentarse doce horas para no hacer nada.
Mi vida no podía resumirse más que en tratar de conciliar el sueño tratando de no hacerlo en un sillón de mi casa, con la ventana abierta y las cortinas bailando sobre mi cara según el mando del viento.
Pero en esta noche de locura me doy cuenta gracias al destello de una luna desvelada que tendré que bañarme, alistarme para salir a recitar de memoria el himno de la república.
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